lunes, 12 de noviembre de 2012

El tercer banco a la izquierda.

Vivía en un pueblito al norte de España, pero no tan al norte. Era pintor desde hace muchos años, aunque ahora dedicaba su vida a dibujar las portadas de los libros que le encargaban desde la editorial. No era un pintor cualquiera, éste nunca sabía lo que iba a dibujar. Trabajaba por las noches solo, no se veía capacitado para trabajar a la luz del día en algo tan personal y tan esfervencente como eran sus dibujos. Lo que tenía de especial es que nunca sabía lo que iba a dibujar, abría su bloc lleno de notificaciones y pequeñas insignias y daba rienda suelta a algo de lo que estaba tan cerca, la libertad. Se dejaba llevar por el tacto del papel, del lápiz o del carboncillo y podía sentir aquellas cosas en un solo momento. Los dibujos hablaban por si solos pero nadie los reconocía, nadie sabía ver lo que estaba más que inmóvil en las láminas del bloc. Dejó de apuntar las fechas de todas las noches que una vez dispuesto a dormir tenía que levantarse de la cama  para ponerse a pintar, de no hacerlo hubiera reventado en numerosas ocasiones. Cuando estaba feliz todo le costaba más, era como si la inspiración saliera de su cama por un tiempo sin saber cuándo iba a volver. La había perdido tantas veces que alguna vez derramó lágrimas pensando que no volvería. Era su verdadero amor. Desde hace tiempo ya no le servía cerrar los ojos e imaginarse en los jardines de Notre Dame sentado en el tercer banco a la izquierda y con la vista perdida en el Sena. Por la noche solo pensó en volver, en empujar su mano contra su pecho hasta juzgarse con la naturalidad que empezaba a adquirir. Respiró bien profundo, se encendió un cigarrillo, miró hacia arriba y se le cayó la habitación encima. Lo había conseguido.

Mario.

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