viernes, 20 de septiembre de 2013

Le obsesionaban los relojes.



Le obsesionaban los relojes, había perdido la cuenta de las veces que dejó la mirada fija en cientos de ellos y la de veces que había roto a llorar siendo consciente de los segundos, los minutos y las horas que se iban. ¿A dónde iban a parar?. Era la pregunta que se hacía todas las noches, buscaba la respuesta por todas las esquinas de su casa, los recovecos de las calles y los huecos de su corazón. Siempre regalaba relojes, cualquier motivo era bueno para regalar uno de ellos, en cumpleaños, bodas, bautizos o cualquier situación en la que podía hacerlo y en su casa había más de cien. Un buen día, harto de todo ello decidió que iba a dedicar el resto de su vida a encontrar el sitio en el que no existiera el tiempo, que todo aquello que lo envolvía no tuviese valor. Viajó por infinidad de países y ciudades buscando la solución y las que más le marcaron fueron su visita al Sahara, los fiordos en Noruega, el monte de Saint Michel en Francia y las cataratas del Niagara. Le marcaron porque fue lo que más se acercó a su respuesta, aquello que anhelaba tanto pero aún así no fue suficiente, no se fue de esos fantásticos lugares con el sentimiento de victoria, por dentro cada vez tenía más grietas y la piel más curtida. Regresó a casa, triste pero feliz por todo lo que había vivido y esa misma noche encontró la respuesta, y esta vez era de verdad. No había el lugar en el que no existiera el tiempo ni en el que no tuviera valor, donde aquello pasaba no era un sitio, era una persona.
Entonces se obsesionó con encontrar a esa persona.

Mario.


lunes, 16 de septiembre de 2013

Esposado.


Estaba sentado en un banco a la sombra en frente del gran edificio que me hacía llorar cuando ocurrió. De la manera más inesperada vinieron dos policías, me agarraron bien fuerte y sin darme ninguna explicación cogieron bien fuerte mis brazos y por las muñecas me ataron a unas frías esposas, a pesar del calor que hacía aquella tarde. Yo solo pedía explicaciones quería saber el por qué de ese repentino secuestro, supongo que como cualquier ciudadano. Una vez más no recibí respuesta y a empujones me llevaron a su fuegoneta donde me sentaron en la parte de atrás de un golpe en los hombros hacia abajo. Yo temblaba, me faltaba el aire y ellos no se inmutaron y seguieron en silencio. Llegué a no se dónde tenía que llegar, allí había filas de gente amontonada y frenadas por unas vallas que les impedía acercarse por el pasillo que tenía que recorrer bajo la mirada de todos y algún que otro grito. Entré totalmente descolocado, abrieron las puertas y aparecí en medio del mayor juzgado de la ciudad. En ese momento yo solo pensaba en el mar, en el mar y en el mar. En los peces, las aves, la arena de la playa, el agua cuando rompen las olas, el viento que cruje y el llanto desconsolado de aquel niño. En la sala apenas había cinco persona aunque era gigante, poco tardó en llenarse de caras conocidas que me miraban bien fuerte a los ojos, yo una vez más me puse a llorar, pero esta vez en silencio, no podía creer lo que estaba pasando. Mientas los invitados al juicio se iban sentando me iban juzgando de uno a uno, a gritos delante de toda la sala y de todo el universo que se me calló encima en ese momento. Inmediatamente me acordé de la sensación del hogar, de esas cuatro paredes que no eran solo hormigón, me acordé del sofá, de la cama, de la mesa de la cocina y del perro siempre paseando. Me puse muy nervioso y esposado aún me di la vuelta, miré a varios de ellos a los ojos fijamente y grité bien fuerte.

La sala se quedó en absoluto silencio, nadie se atrevió a moverse. A los pocos segundos el guardia de seguridad se acercó a mi y con una llave me desató del infierno. Yo corrí, seguí corriendo y me fui. Al salir de allí me di cuenta de que el invierno había llegado a pesar de que el otoño no había empezado.

Mario.