lunes, 3 de diciembre de 2012

Nueva Orleans.

La música sonaba por las calles de Nueva Orleans y las orillas del Misisipi entraban por los poros de mi piel. Sinceramente, yo me había cansado de ser corchea, clave de Sol o incluso de ser redonda. Había dejado de ser todas esas notas musicales que hacían tanto ruido y que tan mal me sentaban. Mientras me hacía pasar por Louis Armstrong cantando "La vie en rose" me di cuenta, a veces un silencio puede hacer más ruido que el mayor golpe instrumental. Quería ser silencio. Quería andar por encima de todas esas notas que interpretaba la trompeta que sonaba antes de empezar a cantar, retorcerme por lo bajito había empezado a ser el mejor desahogo. Suena la voz, esa voz que tenía tanto silencio dentro de ella, que escondía todos los paisajes de la hermosa ciudad del otro lado del charco, donde nació todo, donde quizás nací yo. ¿De verdad la vida era de color rosa?

Yo no se si la vida tenía ese color pero si que tenía claro que esas calles si lo tenían, que las melodías podían romperse, que mis pies se podía enredar escuchando sonidos que aparentemente quedaban apagados. Que era capaz de expandirme sin decir ni una sola palabra, estallar en el más absoluto silencio y sentir el mayor placer jamás existido dentro de mí. Un placer que lleva atrapado todos los años de mi corta existencia sin poder salir de mi cuerpo, dentro, muy dentro. Cómo con solo un giro de cabeza podía sentir el ardor del desierto y al girarla el frío y gélido glaciar, las montañas de los bosques del norte, el rascacielos más alto y las cuevas más profundas.

Como no sabía dónde guardarlo todo, dónde enterrarlo o dónde aguantarlo sin que se separara de mí. No tuve otra opción. No me entenderéis pero lo tuve que hacer. Me sumergí por debajo del Misisipi y jamás salí, me quedé allí, tan muerto y tan vivo.

Mario.