lunes, 22 de octubre de 2012

¿Quién te lo iba a decir?

Mientras andaba desde la entrada de mi casa hasta mi habitación por el pasillo ya lo notaba. Algo había allí. Miré por una rendija de la puerta de mi habitación que no había quedado cerrada del todo, me sorprendí muchísimo. Había una luz, algo tan fuerte que desprendía tanto que no se cómo explicarlo. No era persona, no era ser vivo o al menos eso creo. Estaba como apoyado en la ventana que estaba abierta de par en par. No tenía ningún miedo, tenía la sensación de que aquello llevaba viviendo dentro de mi habitación toda la vida pero que solo hoy se había dejado ver. De repente un destello hizo que tuviese que cerrar los ojos y cuando los abrí ya no estaba. Me puse a temblar, estaba mucho más cómodo cuando estaba en la ventana. Me asomé corriendo y no pude verlo, ya se había marchado. Habría volado o se habría dejado caer al suelo y una vez allí habría echado a correr. Yo lo quería conmigo, solo para mí, que cada vez me despertase estuviese allí sonriéndome en forma de luz, de energía, de qué se yo. Entonces no lo pensé. Aproveché que la ventana estaba abierta para sacar medio cuerpo fuera e inmediatamente el resto de mi cuerpo, lo dejé caer, sin ningún tipo de miedo nuevamente y sin ser consciente de la situación. Me vi tendido en el aire por unos segundos, flotando, como aquella luz y enseguida empezó la caída. Cuando apenas centímetros separaban mi cara del suelo noté cómo si algo tirase de mí hacia arriba, de un golpe seco, supongo que así se debió de sentir Pinocho cuando Geppetto jugaba con él. Comencé a subir primero como si fuera a cámara lenta y luego con toda la intensidad que se había concentrado en mi habitación aquella mañana. Alto. Muy alto. Lejos. Muy lejos.

Al rato me desperté, abrí los ojos y me dije a mí mismo: ¿Quién te lo iba a decir?

Mario.

jueves, 4 de octubre de 2012

La última ciudad del invierno del 92.

Era un mañana del frío invierno del 92, yo había vuelto a renacer varias veces y salí a la calle borracho de jazz. Todo empezó a ser nuevo sin serlo. Entré al metro, esta vez como si en él se escondiera el más profundo infierno, abajo, más abajo. Los pasillos se habían vuelto interminables y los fluorescentes de los andenes habían decidido parpadear a mi entrada en el vagón. Me senté en la esquina del tren, abajo, más abajo, mientras la gente que pasaba me gritara a la cara. Creí conocer a todas esas personas y solo de pensarlo se me ponía la piel de gallina. Al salir a la calle todo me parecía tan distinto... veía rejas metálicas por todos lados, la gente lloraba tirada en la calle, las tiendas parecían cerrar simultáneamente una detrás de otra y la gente se manifestaba como si del futuro se tratase. Me costó horas llegar al final de la ciudad. Mi sordera se convirtió en chillidos muy fuertes. Intenté avanzar y avanzar y por un momento creí estar soñando que caminaba sobre una cinta de correr en un gimnasio. Me lo tuve que tomar de la manera más irónica posible y me vi riendo delante de la gente de una manera tan vulnerable que ni si quiera llegó al sarcasmo. De golpe dejé de dramatizar y decidí simplemente parecer uno de ellos, tal vez engañarlos. Pero solo a algunos. En realidad lo único que había pasado es que había amanecido una vez más. Me había dado cuenta, sin quererlo ya era un ciudadano de la últim ciudad.

Mario.