lunes, 24 de febrero de 2014

Maniquí.

Estaba harto de ser príncipe. Desde pequeñito le habían acostumbrado a que lo primero que tenía que hacer al despertar cada mañana era ponerse esas vestimentas que para él eran como disfraces. Le daba igual que fueran los trajes más caros y de más calidad del mercado, qué le importaba si por dentro se moría de frío, tenía tanto frío que apenas podía respirar, su corazón se estaba empezando a congelar. Harto de mantener la cordura, unas estrictas normas que apenas le permitían salir del palacio que estaba arriba de la montaña, hacer de maniquí se le estaba haciendo cuesta arriba a medida que pasaba el tiempo. Quizás sus padres no se dieron cuenta pero se estaba muriendo cansado de esperar, se tumbaba todas las tardes en el pasillo de la tercera planta, donde solo llegaban las sirvientas y el silencio era lo primordial. Allí se quedaba dormido cuando se acercaba la noche y como cada día era el calor que le daba el perro lo que le hacía despertarse y levantarse de la alfombra. De ahí a la cama y así día tras día. El día de su quince cumpleaños le regalaron una caja para que guardase todas las joyas que con el paso del tiempo iría heredando, él decidió darle su propio uso. Quiso que esa caja fuera en la que él guardase todo el amor que iba acumulando día tras día y que no podía volcar en nadie, excepto en el perro. La abría una vez al día y soplaba fuerte en ella, después la cerraba corriendo para que no se escapase nada y dentro estuviera llena de amor siempre. Un día se escapó de su palacio mientras la sirvienta estaba despistada, nada más salir por la puerta echó a correr, llevaba en una mano al perro con su correa y en la otra la caja. Pasó días buscando por las calles a quien entregarle su mayor tesoro en forma de caja, durante esos días tuvo que desaprender todas las comodidades que tenía en el palacio y servirse por si mismo, no fue nada fácil. El invierno llegó y el frío cada vez le paralizaba más el cuerpo, hasta que un día a las 1:14 de la madrugada se durmió en el suelo como hacía en su casa con el perro mientras apretaba la caja bien fuerte contra el pecho. A la mañana siguiente el príncipe no despertó y allí se quedó la caja llena de amor sin nadie que la aprovechase. El perro la cogió con la boca y continuó hasta terminar la misión de su amo.

Mario.

jueves, 6 de febrero de 2014

Lo llaman loco.

Supongo que al final todos actuamos por instinto, sentimientos y sensaciones, no se salva nadie. Se nos llena la boca hablando de coherencia cuando nadie la consigue, y al más coherente lo llaman loco. Lo aprendí pasando todos los años que trabajé de vigilante en aquel manicomio escondido entre las montañas de los Pirineos. Descubrí que a lo que ellos llaman locura es a la desesperación y efectivamente, quien espera, desespera. Eso me estaba empezando a pasar a mí, me planteaba cuando andaba por los largos pasillos de aquel oscuro lugar. Setenta y cinco pasos eran los que separaban una pared de la otra, aunque había noches en las que lo podía recorrer con cincuenta. Eso pasaba en la vida, no existe lo exacto en la práctica y la teoría a veces se va perdiendo por el camino, se me caía de los bolsillos a cada paso de esos setenta y cinco. Fueron años llenos de silencio y de gritos, de derecha a izquierda, de adelante hacia atrás, de un lado a otro. Acabé desesperando de tanto esperar, esperando que alguien me sacara de allí. Era como ser uno más de ellos y a veces cuando no me veía nadie compartía horas de pensamientos, de anécdotas y de reflexiones, aprendí más de ellos que en cualquiera de mis clases de universidad y de conferencias de maestros de nada. Luego llegaba a casa donde a veces había más silencio que en el manicomio, allí si que estaban locos, nadie vivía y apenas respiraban, yo el primero. Me pasé meses pensando que mi casa era el manicomio y viceversa. La locura que había en esas celdas era genial, no entendí por qué la locura era mala si ninguno de ellos había matado a nadie ni robado en ninguna gran superficie de compras. Tampoco entendía por qué se empeñaban una y otra vez en llamarles locos, para mi los locos eran los que se aburrían, los que no salían de si mismos, los que se encerraban en sus casas y los que vivían con la luz apagada y a oscuras. Mi visión de la vida e incluso de mi mismo cambiaba cada vez que recorría ese pasillo, día a día, paso a paso.

Lo que llaman "loco" podemos parecerlo todos, desesperar solo podemos hacerlo algunos, los locos. Escribí en la pared desde mi celda años después.

Mario.