lunes, 28 de octubre de 2013

Como aquellos osos.

Dormía, dormía y dormía. Se tiró tanto tiempo durmiendo que era algo más, lo que había hecho durante todo este invierno era hibernar como aquellos osos de los documentales de Felix Rodriguez de la Fuente. El despertar fue lo más duro, le costó horas asumir dónde estaba, con quién y en qué momento. Se le habían olvidado tantas cosas que por eso a veces se sentía extraño y como aquellos días después de fiesta, con todos los retales a su alrededor. Intentaba llevar a cabo los días con total normalidad pero no lo conseguía, eran tantas las cosas que se le escapaban de las manos, como el perdón, el respeto, la humildad, la tolerancia, el cariño, los abrazos y algo que estaba por encima o que quizás englobaba todo aquello, era el valor, la valentía, el ser valiente. Y siendo un oso eso no se lo podía perdonar, para cosas tan sencillas como alimentarse, tenía que ser valiente. La ausencia de aquello le pasaba factura en todo su entorno, había perdido la capacidad de sociabilizarse, y seguramente antes de empezar a dormir era lo único que se le daba bien, ni la historia, ni el arte, ni la limpieza y la cocina, ni coser y tampoco planchar, solo se sociabilizaba. No sabía si lo valiente era callar o hablar, si partir o quedarse, si empezar o acabar, lo corto o lo largo. Entonces entendió su obsesión por dormir. Pasaba los días solo, pensando en el precio que había que pagar por haberse quedado dormido aquel día y supo que jamás recuperaría los días, que lo que iba no volvía. 

Aquella tarde en las orillas del río mientras intentaba pescar miró a su alrededor con la naturaleza tan despierta y el olor del anochecer, olvidando su dolor. Entendió la valentía de una manera única, y supo que lo valiente no era gritar, ni afrontar, ni empujar al corazón si no que lo valiente era despertar cada día, lo valiente era dejarse sorprender cada mañana y dejar que el momento decida, de verdad que eso era lo que valía. En ese momento por un instinto que le salía de las entrañas metió su zarpa en el río y sacó uno de los pescados más grandes del momento, al llegar a casa lo repartió con todos los suyos y empezó el espectáculo social. Vivir.

Mario.

martes, 15 de octubre de 2013

El capitán se había enterado.

Era capitán de barco pero desde hace tiempo soñaba con ser escritor de libros de esos que hacían llorar y se te clavaban en el corazón como estacas. Ya conocía muchas de las sensaciones que un escritor o lector podía sentir porque el mar era como los libros, producían el mismo efecto. Ambos permitían navegar sobre ellos, sumergirse y hacer olvidar, actuaban como vertederos de sentimientos y hacían respirar sin ningún tipo de congestión. Con todos sus años zarpando a las espaldas aprendió que aunque el llegar a tierra existía, el infinito del mar también, la sensación que producía mirar esa línea recta donde acaba la vida, donde acababan los sueños. El capitán iba recopilando historietas cortas que se le ocurrían en cualquier sitio y con cualquier sentimiento. Las tiendas de libros y los barcos eran muy semejantes porque hacían sentirte como en casa, en los dos daban ganas de quitarse las zapatillas y andar descalzo de arriba a bajo. Las olas abofeteaban como lo hacen las páginas al pasar y el terminar un libro causaba lo mismo que despedirte del mar tras unas largas vacaciones, te deja calmado y en paz, como anestesiado. Pasaron los años y él seguía recopilando sus historietas, ya tenía cientos de ellas cuando pasó algo inesperado. El capitán había fallecido en una de sus largas travesías de la que no volverá jamás. A los pocos días su hijo encontró en una caja de lata todas las historias que guardaba su padre, al leerlas empezó a llorar como si no entendiese nada. Él se encargó de publicarlo. Días después de estar el libro a la venta, mientras desayunaba en su cocina recién remodelada mientras miraba al mar recibió una llamada. El libro se había convertido en número uno en ventas. Al recibir la noticia el hijo levantó la cabeza y vio una tormenta en la playa como hacía años que no veía. El capitán se había enterado.

Mario.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Por el camino.

Amaneció sin rumbo, el billete tenía destino pero él estaba descolocado, como drogado. A penas podía llevar los pensamientos a cabo, los perdía por el camino y los pies se le empezaron a enfriar. Llorar ya no era la solución para aquel abogado recién salido de los pueblos de Castilla. Había perdido la ilusión por la justicia, ya no creía en ella, porque en las relaciones personales se pierde por completo, se tira por la borda y si aún se puede un poco más se pisotea hasta que desaparece. El sol abofeteaba su cara a través  de los cristales y empezaba a temblar. Cuánto le iba a costar asumir esa derrota, asumir el dulce fracaso en forma de decepción, quizás en ese momento fue cuando tuvo claro que se dedicaría al senderismo al menos por un tiempo. Perdió la cuenta de las cicatrices que se había hecho a la quinta subida ya, para él era todo un record y el sabor de la cima le hacía estar en paz, tranquilo y constante. La sexta vez que se retó no salió todo como él esperaba, las ganas le desbordaban y la energía recorría todo su cuerpo, supongo que fue la Luna de la pasada noche lo que provocó ese desgaste a medida que iba subiendo la montaña, perdía aire a borbotones y el color de su piel empezaba a desaparecer, la vista se le nublaba y aun así sacó fuerzas de las entrañas pero no fue suficiente. Poco quedaba para terminar el record cuando se empezó a adormecer, se le cerraron los ojos y la inercia le hizo flotar a cinco metros de llegar. Luchó, luchó hasta que el cuerpo le dejó de responder y el aire desde allí arriba se convirtió el hielo, en escarcha que rompía su piel y cortaba sus labios. Asumió lo que había pasado y se dejó llevar. Se le había olvidado aquello que llevaba tatuado en la piel: Dormir era como morir. 

Mario.