lunes, 27 de junio de 2016

Un ramito de violetas.

Supongo que a ella, al fin y al cabo lo que le pasaba era que se había cansado de tener tiempo para quien no lo tenía para ella. Porque al final eso es un lastre del que más vale desprenderse cuanto antes porque luego llegan los cuarenta, los cincuenta y hasta los sesenta y se sigue esperando. Esperando a veces solo a que pase el tiempo, a que un golpe de una impensable magia llame a la puerta y esa puerta, nunca se abre. O nos hemos hecho sordos y tampoco tenemos tiempo ni percepción para escuchar sonidos ajenos a nosotros o nuestras piernas se han paralizado y ya ni si quiera podemos levantarnos del sofá o de la cama para abrir la puerta. Qué más da, pensaba ella, si después de tantos años por seguir esperando unos pocos más no se iba a morir, o quizás sí, pero qué más daba ahora.

En su cabeza sí que se permitía recordar, al fin y al cabo los recuerdos y hasta los falsos recuerdos eran su único sustento para ir pasando los días sin tropezar, sin ni si quiera pararse a pensar, para qué si ya lo podría hacer mañana. Total, un día más.

Recordaba cuando era joven y le gustaba ir a dar una vuelta por el barrio en el que vivía. A tan solo cinco minutos de su casa se encontraba esa iglesia, ese templo del 1300 al que iba a aguantarse las lágrimas aunque ha de reconcoer que a veces, y solo cuando llevaba gafas de sol, se liberaba de alguna de ellas y la dejaba escurrir por su sonrosada mejilla. Le gustaba ir a distintas horas del día a sabiendas de que a partir de las cinco de la tarde la entrada era gratuita. Había cosas por las que no le importaba lo más mínimo pagar y una de ellas era vivir ese momento en el que no importaba si el mundo se estaba cayendo o si a miles de kilómetros había una guerra en la que morían cientos de personas y la televisión no lo promocionaba lo suficiente. Entrase a la que hora que entrase parecía un lugar diferente porque dependiendo de en qué cristal y en color de la vidriera incidiese el sol se veía todo de manera única y diferente.

Esa mañana, de junio para ser más exactos, los colores que presidían eran el morado y el azul. Se acordó de las violetas que su abuela plantaba en el jardín de la casa del pueblo y por un momento se visualizó cuando de pequeña, a medio día, todos se estaban echando la siesta y ella se recreaba en el jardín e inspeccionaba hasta el último y más inesperado rincón. Entonces se acordó de la canción que desenvolvía en las tardes bajo la estufa cuando su abuela también, ponía esa canción en la que "cada 9 de noviembre como siempre sin tarjeta, le mandaba un ramito de violetas".

Se le entristeció el rostro, su abuela ya no estaba, y sin embargo "Un ramito de violetas" seguía presente en sus días, como si fuese ella la que cuando se empezaba a ir le sol susurrase en su oído aquella historia que contaba la canción. Aquella tarde no llevaba gafas de sol, con lo cual se quedó contenida, forzando e impidiendo a esas lágrimas brotar y con toda la elegancia que le caracterizaba se quedó en frente, mirando a la virgen, cara a cara y sin miedo de que por algún motivo se enfrentaran en un duelo en el que la perdedora fuese la primera que agachase la cabeza.

Decidió sentarse, pararse a escuchar si aquella virgen tenía algo que decirle a pesar de que ella nunca había tenido devoción por el catolicismo y mucho menos por la Iglesia. Eligió para el momento el tercer banco a la derecha empezando por delante, allí tenía un buen ángulo para poder mirarse a la cara con la mujer que presidía ese lugar. Después de que pasaran varios minutos de los que había perdido la cuenta y justo en la misma postura en la que se había afincado al principio se dio cuenta de lo que era la vida.

La vida eran esas violetas que plantaba su abuela, la canción que cantaba por las tardes con bastante frecuencia. La vida era cada piedra que hasta allí había llegado. La vida era el músico que en la plaza tocaba la banda sonora de la película de Amelié, la niña que ofrecía sentarse a un anciano en el autobús o la estación de parada de aquella pareja que repetía la misma rutina por las mañanas. La vida eran esas gafas de sol que hoy no llevaba puestas y que sin embargo, y sin que sirva de precedente, aquel día no le iba a importar romper a llorar sin ellas.

Porque la vida, cuando ella siempre menos lo creía aparecía de nuevo, como aquella mañana en Santa María del Mar.

Mario.