Desconozco por dónde iba en ese momento pero yo imaginé que sería algún pueblo colindante a Zaragoza. Era invierno, el frío traspasaba la piel y pude observar como aquel paisaje estaba cubierto por una capa de nieve blanca que no dejaba de mirar. Hacía tanto que la nieve ya no formaba parte de mis inviernos... Entonces estaba atardeciendo, el sol caía a la misma velocidad que iba el tren, cuando un disparo de luz chocó contra el cristal haciéndolo traspasar, y a su vez, colarse en el vagón y para ser más concisos, acabando en mis manos sujetando un libro ya cerrado. Las observé durante unos segundos y llegué a pensar que con toda la luz que incidía en ellas, sería capaz de hacerlas transparentes y así poder ver el título del libro que las mismas tapaban. "Nubosidad variable". Ya era la segunda vez que lo leía y siempre lo hice fuera de casa, en esos momentos en los que como ya he dicho antes, el corazón se instala en la garganta. Ya estaba a punto de salirse, lo fui notando, cuando de repente de una de esas miradas que lancé al paisaje lo vi.
Un cervatillo corría casi a la velocidad del tren y se mantuvo durante varios segundos aguantando el ritmo de mi ventana. Yo no tuve tiempo ni espacio para salir de mi asombro así que abrí bien los ojos y los acerqué lo más que pude a la ventana que nos separaba. Pensé que era una maldita señal de nuevo en la que me hizo pensar que siempre hay algo que nos separa de las cosas que queremos, en esa ocasión era el cristal donde planté toda la palma de mi mano para comprobar que, efectivamente, algo nos separaba. Tan lejos y tan cerca a la vez.
Por un momento llegué a pensar que eras tú, plasmado una vez más en una circunstancia de esas que por muy absurdas que parezcan, allí están, al otro lado para hacerte recordar que aquello fue lo más verdadero que he conocido pero que como aquel tren, iba a pasar por delante y el cervatillo se iba a quedar atrás. Lo primero que hice fue comprobar con mis ojos si ese cervatillo y tú teníais la misma nariz. Mentiría y además parecería aún más loco si dijese que compartíais la misma forma, pero no fue así. A mí poco me importó no encontrar ningún parecido físico, es más, lo raro e incluso fantasmagórico hubiese sido que lo tuvieseis y entonces sí, en ese momento hubiese escupido con dolor el corazón para dejarlo caer rodando por todo el vagón mientras el resto de pasajeros lo observan y alguno de ellos comenta:
- ¡Ahí va, el amor muerto!
Con mis ojos a punto de salirse de sus órbitas miré por última vez al cervatillo como poco a poco iba a desaparecer de mi ventana, y cuando estaba a punto de hacerlo, él me miró a mí. Juraría que incluso hasta sonriendo, mientras yo, como si fuese un caballero andante sin su armadura, le devolví la sonrisa y así, despedirme de él hasta siempre.
Me pasé todo lo que quedaba del viaje dándole vueltas a cosas absurdas que solo perdía tiempo en pensarlas yo. Como buen estúpido mandé unos cuantos mensajes por el móvil agradeciendo varias cosas que estos días no había hecho en persona. Es lo que tiene tener tanto tiempo cuando haces un viaje, que acabas escribiendo de más, echando de menos y acabas por tirarte al suelo dando vueltas por el pasillo del tren acompañando a ese corazón que lleva tanto tiempo rodando en él.
Cuando ya faltaban segundos para entrar en la estación de Barcelona-Sants me levanté para ponerme el abrigo y la bufanda que tanto me pesaba cuando de repente volví a ver a través del cristal a ese cervatillo en mitad del andén esperándome. Con un movimiento brusco me di la vuelta para cerciorarme de que era cierto, y allí estaba, sonriéndome de la misma y exacta manera.
Mario.