jueves, 24 de noviembre de 2016

No vais a poder con nosotros

A todos vosotros, que sabéis perfectamente quiénes sois:

Ya está bien. No os vais a reír más de nosotros y si lo volvéis a hacer (que seguro que pasará) que sea a sabiendas de quienes somos y cómo nos comportamos.

Me sale de las entrañas hablar y dirigirme hoy a toda esa gente tóxica, que se atreve a robarnos parte de nuestro alma y corazón, que se atreve a colarse en nuestras casas, de entrar hasta la cocina sin haber sido invitados y por supuesto de darnos las sobras de todos sus sentimientos encauzados de mala manera.

Lo hago por todos los que a veces nos cuesta dar un no por respuesta (que aún somos varios), por todos los que no tenemos miedo a entregarnos al prójimo, a mostrar nuestros sentimientos ni a comunicarlos, por todos los que siendo valientes sabemos que la pelota de la derrota está en nuestro tejado. Por todos los que nos toca luchar día a día contra aquellos que vais por la vida espada en mano y llevando toda la naturaleza por delante sin miramiento a si aquello es justo, merecido o cualquier tipo de moralidad que se os escapa de las manos.

A todos los que nos abofeteáis día a día, nos tratáis a golpes y arañáis el corazón, por todos los que somos cristal, transparente y frágil y a penas sabemos o podemos curarnos las heridas y nos encontramos a altas horas de la madrugada lamiendo las mismas como si fuéramos perros sin dueño que andan desbocados y sin destino ninguno ni procedencia. Basta ya. Porque es hora de protegernos, es hora de haceos saber, enemigos públicos, quiénes somos y de qué forma estamos comprometidos a querer, a todo el que nos besa, nos ofrece una caricia o nos sonríe y a veces nos hace el amor. Qué grande os queda esa palabra. Amor.

A todos los que no os han enseñado a querer en vuestras casas, colegios o donde sea que hayáis estado, a todos los que (y perdonar por la expresión) sois unos discapacitados emocionales, enfermos del alma y vacíos sentimentales con corazones inexistentes, inertes y agonizantes.

Ya no nos vamos a compadecer de nosotros mismos, lo vamos a hacer de vosotros que sois los que lo necesitáis. Es triste veros desde fuera cuando nos dejáis algo de margen para respirar, algo de hueco entre pulmón y pulmón cuando dejáis de ahogar y apretar.

Cuántas veces nos habéis hecho sentir seres agonizantes, habéis robado parte de nuestro querer y sin nuestro permiso, os habéis llevado nuestra esencia, nuestro perfume y nuestra marca. Somos reales, sentimos y padecemos a diferencia de vosotros, nos duelen los arañazos, los zarpazos y las coces y no pasa nada si me atrevo a reconoceros que nos habéis hecho llorar mucho mientras vosotros estabais de celebración, de disfrute o simplemente en calma. Hemos sido nosotros los que hemos perdido ante vosotros, o más bien los que nos hemos dejado derrotar, pero eso va a cambiar porque vamos a empezar a hacer trincheras, vamos a empezar a crear muros y a cerrar bien las puertas de nuestros hogares.

Hemos sido minoría siempre los que no hemos tenido miedo a querer ni a dejarnos querer, los que no nos ha importado arriesgar, ni miraros a los ojos para haceros llegar nuestro buen hacer. Habéis destruido nuestros pilares, derribado nuestros muros y rotas todas las bases de la poca seguridad que quedaba en nosotros. Nos habéis destrozado pero ya no.

Sabemos que todavía nos va a toca perder varias batallas y no nos importa asumirlo, nadie nos dijo que fuese a ser fácil pero sí que nos aseguraron un final prometedor, quizás no del todo feliz, pero sí tranquilo, sí limpio de toda mala conciencia, de cualquier tipo de remordimiento y con mucha paz.

Y con respecto a vosotros... Idos preparando y concienciando porque la victoria no os va a durar siempre, va a llegar un día en el que se entumezcan vuestras manos, vuestras piernas se ablanden y posiblemente se quiebren también vuestras rodillas. Dejaréis de andar poco a poco, a cada paso y sentiréis cómo se os va congelando el cuerpo, un aire frió que os entrará por la boca y se irá haciendo con todo vuestro interior, hasta quedaros de piedra, catatónicos y con la nulidad total del movimiento.

¿Y sabéis lo mejor de todo? Que aunque lo creáis no estaremos allí para celebrarlo, porque estaremos entretenidos, recuperándonos de la caída y posiblemente disfrutando de nuestro esfuerzo, de nuestro trabajo que tantas veces habéis destrozado, de la lucha a la que nos hemos visto sometidos. Estaremos disfrutando de nosotros mismos, de todos los mimos que nos tuvimos que dar y toda la Mercromina que tuvimos que usar.

Nos habéis hecho pecar de ira cuando nuestro único pecado fue el de entregarnos en bandeja, en cuerpo y alma y de la manera más real que supimos. No quisisteis nuestro amor a pesar de haber bebido y alimentado de él cuando os ha interesado, sin pensar en las consecuencias y el daño provocado. Pero ya está, ya ha pasado parte de la tormenta, nos hemos protegido de ella como buenamente hemos sabido y aún así, con nuestras carencias, hemos sobrevivido.

No os preocupéis porque algún día confío y deseo que os sea devuelto vuestro corazón que, durante todos estos años, ha sido secuestrado en lo más alto de la más alta torre y quizás por eso, hayáis tenido que secuestrar el nuestro.

Nos recordaréis cuando viváis en primera persona que no pedíamos tanto, que dolía mucho ser maltratados y que por supuesto, teníamos la mejor de nuestras intenciones para con vosotros. Para algunos será tarde, para otros quizás estemos dispuestos a dar una última oportunidad y observaros con lupa desde cerca pero estar tranquilos, que ni siquiera sabréis de qué estoy hablando hasta que ese momento llegue. No os puedo pedir que lo comprendáis, solo que lo viváis y que tratéis de mimar vuestros actos. Daos cariño porque lo vais a necesitar.

Y me vais a perdona pero ya no os vamos a tener miedo, ya no nos vais a asustar y ni a amedrentar. Ir pasando, de uno en uno y en fila india porque esta vez no vais a poder con nosotros.

Somos pocos pero valientes.

Mario.

lunes, 27 de junio de 2016

Un ramito de violetas.

Supongo que a ella, al fin y al cabo lo que le pasaba era que se había cansado de tener tiempo para quien no lo tenía para ella. Porque al final eso es un lastre del que más vale desprenderse cuanto antes porque luego llegan los cuarenta, los cincuenta y hasta los sesenta y se sigue esperando. Esperando a veces solo a que pase el tiempo, a que un golpe de una impensable magia llame a la puerta y esa puerta, nunca se abre. O nos hemos hecho sordos y tampoco tenemos tiempo ni percepción para escuchar sonidos ajenos a nosotros o nuestras piernas se han paralizado y ya ni si quiera podemos levantarnos del sofá o de la cama para abrir la puerta. Qué más da, pensaba ella, si después de tantos años por seguir esperando unos pocos más no se iba a morir, o quizás sí, pero qué más daba ahora.

En su cabeza sí que se permitía recordar, al fin y al cabo los recuerdos y hasta los falsos recuerdos eran su único sustento para ir pasando los días sin tropezar, sin ni si quiera pararse a pensar, para qué si ya lo podría hacer mañana. Total, un día más.

Recordaba cuando era joven y le gustaba ir a dar una vuelta por el barrio en el que vivía. A tan solo cinco minutos de su casa se encontraba esa iglesia, ese templo del 1300 al que iba a aguantarse las lágrimas aunque ha de reconcoer que a veces, y solo cuando llevaba gafas de sol, se liberaba de alguna de ellas y la dejaba escurrir por su sonrosada mejilla. Le gustaba ir a distintas horas del día a sabiendas de que a partir de las cinco de la tarde la entrada era gratuita. Había cosas por las que no le importaba lo más mínimo pagar y una de ellas era vivir ese momento en el que no importaba si el mundo se estaba cayendo o si a miles de kilómetros había una guerra en la que morían cientos de personas y la televisión no lo promocionaba lo suficiente. Entrase a la que hora que entrase parecía un lugar diferente porque dependiendo de en qué cristal y en color de la vidriera incidiese el sol se veía todo de manera única y diferente.

Esa mañana, de junio para ser más exactos, los colores que presidían eran el morado y el azul. Se acordó de las violetas que su abuela plantaba en el jardín de la casa del pueblo y por un momento se visualizó cuando de pequeña, a medio día, todos se estaban echando la siesta y ella se recreaba en el jardín e inspeccionaba hasta el último y más inesperado rincón. Entonces se acordó de la canción que desenvolvía en las tardes bajo la estufa cuando su abuela también, ponía esa canción en la que "cada 9 de noviembre como siempre sin tarjeta, le mandaba un ramito de violetas".

Se le entristeció el rostro, su abuela ya no estaba, y sin embargo "Un ramito de violetas" seguía presente en sus días, como si fuese ella la que cuando se empezaba a ir le sol susurrase en su oído aquella historia que contaba la canción. Aquella tarde no llevaba gafas de sol, con lo cual se quedó contenida, forzando e impidiendo a esas lágrimas brotar y con toda la elegancia que le caracterizaba se quedó en frente, mirando a la virgen, cara a cara y sin miedo de que por algún motivo se enfrentaran en un duelo en el que la perdedora fuese la primera que agachase la cabeza.

Decidió sentarse, pararse a escuchar si aquella virgen tenía algo que decirle a pesar de que ella nunca había tenido devoción por el catolicismo y mucho menos por la Iglesia. Eligió para el momento el tercer banco a la derecha empezando por delante, allí tenía un buen ángulo para poder mirarse a la cara con la mujer que presidía ese lugar. Después de que pasaran varios minutos de los que había perdido la cuenta y justo en la misma postura en la que se había afincado al principio se dio cuenta de lo que era la vida.

La vida eran esas violetas que plantaba su abuela, la canción que cantaba por las tardes con bastante frecuencia. La vida era cada piedra que hasta allí había llegado. La vida era el músico que en la plaza tocaba la banda sonora de la película de Amelié, la niña que ofrecía sentarse a un anciano en el autobús o la estación de parada de aquella pareja que repetía la misma rutina por las mañanas. La vida eran esas gafas de sol que hoy no llevaba puestas y que sin embargo, y sin que sirva de precedente, aquel día no le iba a importar romper a llorar sin ellas.

Porque la vida, cuando ella siempre menos lo creía aparecía de nuevo, como aquella mañana en Santa María del Mar.

Mario.