lunes, 16 de junio de 2014

Donde rompen las olas.

La luna llena me hace vomitar. Y es que otra vez me ha vuelto a pillar desprevenido en el balcón bebiendo cerveza como la última vez. Si la luna estuviese siempre llena el mundo se volvería loco y yo seguramente acabaría explotando con todo mi cuerpo repartido en mil pedazos. Me pregunto quién le iba a devolver todas estas noches a aquel joven poeta que todavía conseguía ver desde este balcón cada noche que la luna decidía reventarle su corazón. También me pregunto si mañana volverá a amanecer entre la arena del desierto que había expandida a kilometros por la playa de todo el sur que hoy llenaba mi norte. Le recuerdo pícaro sentado a pocos metros de donde rompen las olas y escribiendo sobre aquella pareja de enamorados que se situaba poco detrás de él, que de vez en cuando miraba para atrás de reojo y risueño imaginando sus conversaciones en las que planificaban sus próximos días de vacaciones. Y todo era idílico hasta que la parte femenina y elegante de la pareja sobre la que escribía rompía a llorar, el poeta se quedó de piedra y tan tenso que ni se dio cuenta de que el fin de aquella ola tan grande que anunciaba que todo se acababa de romper chocó en su cara, llenándole de espuma viscosa y varias algas que colgaban sobre el borde de su ingeniosa cabeza y sobre el brazo derecho con el que escribía. Cuando quiso reaccionar la extraña pareja había desparecido como si lo hiciesen en un chasquido de dedos sin dejar rastro de que allí terminaba su historia como cuando lees la última página de un libro. También me pregunto a dónde iban a morir todos los personajes sobre los que escribía mi poeta o si realmente no morían que alguien me dijera dónde estaban, dónde se podía ir a conocerlos y saber realmente cómo acababan sus vidas. 

Un triste día, cabreado y angustiado, recopiló todas sus historias que guardaba en la vieja carpeta y se las llevó bajo el brazo, se las llevó a aquel acantilado que yo no podía ver desde mi balcón donde allí, agarró con fuerza la carpeta y la lanzó tan lejos como pudo yendo a parar de un planchazo encima del mar, sintiendo que aquellos personajes tenían que morir ahogados de mar y quedarse en las profundidades de cualquier océano al que podrían ser arrastrados. Cuando llegó a casa no podía creer lo que había pasado, su casa estaba completamente desalojada y allí no quedaba ni rastro de vida humana, solo quedaban las paredes y el suelo, nada más. Al instante entendió el por qué, había matado a sus personajes y se había matado a si mismo.

Mario.

martes, 10 de junio de 2014

Y de nadie más.


Míralos, ¿no te das cuenta? Son felices porque se tienen los unos a los otros.

Era una tarde del caluroso mes de Junio que venía con fuerza este año y ellos estaban allí, en el patio sentados a la sombra disfrutando de unas frías cervezas y muertos de la risa por los recuerdos y anécdotas que parecían estar reviviendo. El chico del flequillo sin duda parecía estar enamorado de ese momento, cuando ellos se juntaban se olvidaban del tiempo y de los problemas, ¿qué más daba? si en ese instante estaban juntos y no existía más mundo que les importase. Ella tan risueña como siempre y tan dispuesta a hacer de esa tarde la mejor bienvenida del verano que iban a tener en siglos, ella hacía que todo estuviese equilibrado y que no faltase nada y si faltaba ya se encargaba de conseguirlo, nunca fallaba. El de la barba no podía faltar, desde que se fué ya había dejado cojas varias cosas como para seguir haciéndolo y hoy era todo para ellos, en ese momento él era de ellos y de nadie más porque quizás no había otros que se lo merecieran. Se conocían como las palmas de sus manos. Cuando estaban dos de ellos y faltaba alguno, sea cual sea, se sentían como un círculo que nunca llega a cerrarse pero cuando llegaba el momento del encuentro de los tres ese círculo se cerraba y el hechizo empezaba a hacer de las suyas parando el tiempo y sintiéndose llenos y a punto de rebosar de felicidad, porque eran propensos a rebosarla. Era como si un genio hubiese jugado a escoger al azar tres espermatozoides aún inexistentes y los hubiese unido por las entrañas para que un día en una loca comunidad de vecinos hicieran coincidir sus miradas para no separarlas jamás. Qué más daba si no se entendían, qué más daba si hablaban idiomas diferentes si no lo necesitaban, ellos estaban por encima de eso, estaban levitando entre lo natural y lo sobrenatural y cuando cruzaban esa barrera explotaba el mundo. Porque a pesar de que el tiempo pase y quien sabe dónde estarán mañana cada uno de ellos siempre se pensarán, por muchos lazos que se rompan, muchas puertas que se crucen y tantas ausencias como huecos en mi corazón haya, estaban unidos por la piel, cicatrizados y marcados por la tinta para que jamás se olvidasen de lo que sentían cuando detenían el mundo, sea el día que sea, la hora que sea y el lugar que fuese, cerraban los ojos y estaban juntos, brindando por ellos, por los que están y por los que estarán.


A mis amigos.

Mario.

sábado, 7 de junio de 2014

Por última vez.

Menos mal que aún le quedaba el mar. Menos mal que el anclaje que tenía en el puerto donde amarraba su barquita seguía ahí e intacto a pesar del vendaval sin haberse movido. Porque después de que se quedase sin un hogar, sin sus pertenencias, sin todas las fotografías de su vida y con el corazón apunto de dormirse, ya solo le quedaba todo un pasado al que respetar lleno de historias que le mantenían vivo. ¡Qué importante era para él respetar cada momento de su vida y tratarlos con la dignidad en mayúsculas. El anciano era de esas personas que levitaba y lo hacía por toda la costa mediterránea mientras amaba cada momento y los compartía con todas sus olas. El mar era su vida, su desahogo por contradictorio que parezca y su bálsamo donde reposar todos los huesos y músculos ya cansados y golpeados por los años que empezaban a pesarle. Preparaba su bolsa cada mañana con su almuerzo que llevarse a la boca y un pequeño kit de supervivencia que a penas le hacía falta utilizar y allí, rodeado de mar pasaba los días eternos sin hacer más que contemplar el viento, el sonido del agua y disfrutando del rayo de sol que chocaba en su cara cuando decidía salir para hacer de él un día mejor. Allí, respiraba toda su vida, abría bien despacio los pulmones y cuando por fin perdía la orilla de vista rompía a llorar como lo hacía cuando era pequeño, porque por muchos años que pasasen su alma seguía igual, tan inocente y pura como la de un recién nacido. Si es que ya se habían pasado los días en los que le tocaba enfrentarse a grandes peces, pulpos gigantes y morenas que de vez en cuando cicatrizaban su piel, ahora todo su tiempo era para él sabiendo que lo que le tocaba era enfrentarse al monstruo más grande y desolador del universo, descubriendo que la soledad aún le podía matar a tiempo. Se acostumbró al silencio y dejó de hablarse en alto a si mismo. ¿Quién le podría escuchar? ¿Con quién podría compartir sus noches? Empezó a pensar que en la vida se paran muchas cosas, como el tiempo cuando estás feliz y si no despertaba, su corazón era lo próximo que se iba a parar. Moisés abría las aguas y él iba cerrando los recuerdos y las cicatrices que con todo el amor que pudo se fueron consumiendo por última vez. Y así es como se fue. Apagándose con los días y yéndose en silencio preguntando hasta el último segundo, ¿dónde estaba?

Mario.