jueves, 13 de septiembre de 2012

Pianos de cola.

Había llegado el momento, subí cada piso del edificio Empire State Building de Nueva York como si fuese el último. Cada piso representaba una cosa aquella mañana. El último era el cielo de aquella gran ciudad. Desde ahí podía ver absolutamente todo, lo que estaba y lo que no. Miré al frente, numerosas veces para comprobar hasta donde me acompañaba la vista, pero solo la vista. No tenía ningún tipo de vértigo pero me pensé varias veces si mirar al suelo para ver lo que había 381 metros más abajo. Cogí fuerza y miré, estaban todos y cada uno de ellos, como si de una reunión se tratase, se habían juntado sin ni si quiera ellos saberlo, solo yo.Mi cuerpo estuvo a punto de desvanecerse y tuve ganas de llegar bajo. Dime que esta escena no es elegante y me tiro.Dime que las noches subidos al atril recitando poemas de Bécquer no han existido y me tiro. El sol ya había hecho todo lo posible y se encontraba en lo más alto, paralelo conmigo. Por un momento me imaginé aquellos pianos de cola cayendo sobre alguno de ellos como en las películas. Aquellas personas que se habían convertido para mí en hormigas empezaron a desaparecer, convirtiéndose en una batalla emocional, ética y sustancial. Y justa, muy justa. Desapareció todo el mundo, no solo ellos y me vi solo en aquel edificio, en aquella ciudad y en aquel gran país. Puse el par de libros que llevaba en mi bolsa en el suelo, en forma de montón y me subí encima de ellos. Estaba aún más alto si podía. Solo pude hacer una cosa, la última cosa. Gritarle a todo Nueva York con el sol encima fue lo más desgarrador y eterno que había vivido hasta entonces.

Mario.

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